El futuro de la política y de la gobernabilidad democrática en Centroamérica: desafíos y recomendaciones
Es el año 2031.
No hace mucho se celebró el Bicentenario de la Independencia de los países centroamericanos, pero Centroamérica ha dejado de existir. No es que se hundiera en el mar, o que un cataclismo la haya golpeado. Lo ocurrido es otra cosa: murió como identidad de pertenencia y como proyecto de integración regional. Ha muerto y pocos, salvo algunos nostálgicos, la duelen.
Hace rato que las élites y las poblaciones, agobiadas por los graves problemas de su entorno inmediato, perdieron la perspectiva regional y el interés en la acción compartida multinacional. Cada uno estaba viendo su propio (y aproblemado) ombligo. Las fuerzas centrífugas triunfaron y hoy, como ocurrió en las décadas de los treinta y cuarenta del siglo XIX, el istmo se balcanizó.
La ola democratizadora de finales del siglo XX e inicios del XXI terminó en regresiones autoritarias. Las causas de este comportamiento regional fueron políticas. Con el impulso de Esquipulas II y en el entorno de la tercera ola democratizadora liberal se entronizó un concepto estrecho de democracia que la redujo a la celebración de competencias electorales más o menos libres. Se creyó en una secuencia: que el establecimiento de democracias electorales llevaría de manera natural a la construcción de Estados de derecho y a la democratización de los aparatos públicos. Sin embargo, nada de eso ocurrió: la competencia electoral no trajo una renovación de élites ni apertura real a nuevos grupos. Fueron democracias sin democratización del poder político y sin Estados con capacidades institucionales de política pública, de impulsar el fomento productivo y la inclusión social, terminaron por fortalecer las tendencias autoritarias de quienes controlaban los poderes Ejecutivos. Los sistemas políticos autoritarios que re-emergieron dejaron de lado la agenda del regionalismo abierto y de cooperación y se enfrascaron en crecientes disputas entre ellos.
Un entorno internacional hostil terminó de sellar los clavos del ataúd de Centroamérica. Una prolongada recesión mundial estimulada por las guerras comerciales entre Estados Unidos y China; la desestabilización y desmembramiento de la Unión Europea, el recrudecimiento de la guerra en el Oriente Medio y los cada vez más discernibles impactos del cambio climático sobre las cadenas de valor, golpearon a las frágiles y abiertas economías del istmo. A este proceso también contribuyó el agravamiento de las guerras del narco en México, desmembrado en la práctica por las violencias territoriales.
Con todo, Centroamérica no es el único muerto. Sus estados nacionales también murieron. Se desmoronaron. No es que se abolieran las banderas y que las selecciones nacionales de fútbol dejaran de competir en la CONCACAF. Ahí siguen. Lo que pasa es que los Estados de los países del CA4 colapsaron. Las causas no fueron en todos los casos las mismas, pero el fin de los experimentos con la democracia contribuyeron decisivamente al cortocircuito institucional.
Hoy tenemos Estados fallidos en 5 de los 7 países del istmo. Belice tampoco se salvó, pues quedó sepultada por la crisis guatemalteca. Los antiguos estados no controlan más que ciertas zonas dentro del territorio que nominalmente les pertenece; en las vastas áreas fuera de su control mantienen ciertas infraestructuras desde las cuales prestan intermitentemente algunos servicios públicos a muy reducidas poblaciones circundantes. Son como avanzadillas en la jungla. En esos territorios, actores ilegales son los que mantienen el “orden público”, prestan servicios a la población a partir de una fiscalidad propia basada en la extorsión, la legitimación de capitales, el contrabando de alta tecnología y armas y la expoliación de los recursos naturales mediante actividades extractivas. Los capitales privados que no huyeron, se aliaron con esos actores o se convirtieron en uno de ellos.
Las verdaderas fronteras, entonces, ya no son las nacionales, sino aquellas entre, por un lado, los territorios controlados por los restos de esos Estados nacionales y, por otra, los territorios controlados por los actores para-estatales. Ese estado nacional ha quedado reducido a una corporación más, penetrada por la corrupción y cooptada por diversos actores.
Las nuevas fronteras son muy fluidas y no son las de antes. Son porosas, pues no hay aduanas ni señalización precisa que las demarque y caravanas de población errante deambulan entre ellas, como estrategia de sobrevivencia. Además, son muy cambiantes: constantemente los actores ganan o pierden territorios, de acuerdo con sus fortunas o golpes de suerte. En resumen, a la balcanización del istmo, se suma una nueva fragmentación: la feudalización.
De esta debacle se salvan dos regiones específicas: el Valle Central ampliado de Costa Rica y la zona ístmica de Panamá: las antiguas locomotoras del istmo, base de los centros de valor agregado y logístico más complejos y desarrollados son, en 2031, enclaves de alta productividad y tecnología de servicios encadenados a procesos internacionales, especie de “puertos libres” en los que firmas chinas y estadounidenses pueden hacer negocios entre ellas, toleradas por sus respectivos gobiernos. Son enclaves que controlan un pequeño hinterland a su alrededor para asegurar un espacio vital para su seguridad y producción. Los antiguos estados nacionales de ambos países se replegaron a sus regiones más desarrolladas, abandonando los territorios periféricos que tenían dificultades de preservar.
Esos enclaves, pues, se conectan directamente con el resto del mundo y guardan celosamente sus fronteras, cerrados como están a la inmigración de otras zonas del istmo. En ellos vive cerca del 15% de la población regional, en entornos estables custodiados por perímetros de seguridad. Esos enclaves viven de la inversión extranjera y, cuando la situación regional se agravó, adaptaron la experiencia histórica de la ciudad-estado de Singapur a partir de la década de los sesenta del siglo XX, cuando se desenganchó de Malasia para salir adelante mediante la creación de una plataforma internacional de servicios mediante la concentración de esfuerzos en un territorio acotado. Tienen estados funcionales, pero, como ocurre con las democracias en regiones sitiadas, éstas languidecen frente a los imperativos del control político interno basado en la aplicación de inteligencia artificial. Estos lugares no fueron la excepción.
- Es el año 2018. Hoy.
Este futuro no es inevitable, sin embargo, tampoco es imposible. Es un contrafactual, mundo ficticio que acentúa, exagera, rasgos de la realidad actual de Centroamérica y del entorno internacional y los combina para crear una realidad alternativa. Que sea ficticio no quiere decir que sea un mundo mentiroso.
Centroamérica no está condenada a morir, estallada en mil pedazos. Sin embargo, las tendencias regionales, marcadas por conflictos intra e interestatales, exclusión social, éxodos poblacionales y estancamiento de la productividad, apuntan hacia situaciones no muy distantes a las imaginadas.
A menos … a menos que haya esfuerzos deliberados por modificar el curso de evolución actual. Y este es el punto: la región necesita que, en los próximos años, haya un inmenso proceso de corrección de rumbo. Estos son los años decisivos para evitar que, cuarenta años después del acuerdo político centroamericano de Esquipulas II, que fue el inicio del fin de las guerras civiles abrió las puertas a las primaveras democráticas en la región, el istmo recaiga en una nueva y más compleja fase de retroceso y conflicto.
En 2018 es claro que el impulso de paz y democracia que significó Esquipulas II se agotó, que estamos entrando en una época pos-Esquipulas, y que la mayoría de la región, el centro y el norte del istmo, en donde vive el 80% de la población, parece haber entrado en una espiral peligrosa.
¿Qué es lo indispensable de lograr para cambiar rumbo? Pienso aquí en un programa mínimo de acciones, tanto regionales como nacionales, para frenar en seco la espiral y sentar las bases de un cambio de rumbo. No hablo, pues, de un programa de desarrollo de largo plazo, sino de un acuerdo político mínimo que nos abra un compás de tiempo para emprender acciones estructurales de largo plazo.
La dimensión regional de este acuerdo abarca, en primer lugar, la creación de un marco regional con México para el tratamiento de la migración internacional desde y entre Centroamérica, que brinde seguridad a las poblaciones y quiebre las redes de tráfico de personas. La segunda acción regional es un acuerdo centroamericano sobre cambio climático, como estrategia para captar fondos internacionales para procesos de mitigación y adaptación, que reduzcan la vulnerabilidad de los aparatos productivos. No veo otra fuente internacional de inversión concesional para una acción regional centroamericana. Y, finalmente, la tercera acción es retomar y relanzar la ESCA -la Estrategia de Seguridad Centroamericana-, que no es la opción ideal, pero la única en la mesa para coordinar acciones comunes, compatibles con la democracia, para combatir el narcotráfico.
La dimensión nacional de este intento por cambiar el rumbo centroamericano involucra fundamentalmente los pactos fiscales y la apuesta por la recuperación de las democracias nacionales. En el caso de la fiscalidad, ello incluye acuerdos nacionales sobre reformas tributarias que permitan recaudar más y mejor, combatir la elusión y evasión fiscal y ampliar la base tributaria, sino acuerdos explícitos sobre los objetivos y calidad del gasto que se efectúe con los recursos frescos. Sin fiscalidad no es posible la tutela de los derechos políticos, civiles y sociales.
En el caso de la democracia, la tarea es inmensa e inmediata. Si esta tarea no se logra, el istmo seguirá por la senda de la inestabilidad política y captura de lo público por actores ilegales. Es necesario cortar cuanto antes la regresión autoritaria que estamos viviendo en Centroamérica. Dos acciones son urgentes aquí: por una parte, en el ámbito de las instituciones del Estado de derecho, poner fin a la cooptación de los Poderes Judiciales por los Ejecutivos y reforzar la construcción de una justicia independiente; por otra parte, sanear los sistemas electorales, logrando la plena independencia de las cortes electorales y cortar el financiamiento ilegal de la política.
Estas acciones están predicadas sobre dos renuncias y una solución inmediata. La primera medio es que las élites empresariales, especialmente las guatemaltecas, hondureñas y nicaragüenses, renuncien a apoyar los autoritarismos y populismos de distinta especie y finalmente acepten el juego democrático. Nunca han terminado por aceptarlo del todo pero es indispensable ahora. Si los poderosos no aceptan ese juego, la redemocratización no es posible. La segunda renuncia es que los gobiernos desistan a utilizar los ejércitos para fines del orden público, que éstos vuelvan a sus cuarteles, se paralice la carrera armamentista en el área y se implemente la inconclusa reforma cívico-militar, para al fin lograr un firme control civil sobre las fuerzas armadas.
La solución inmediata es Nicaragua: es indispensable el fin de la dictadura y su reemplazo por un gobierno democrático de reconstrucción nacional. Nicaragua es hoy, junto con Honduras, un elemento desestabilizador regional. Sería ideal construir una salida del narcogobierno hondureño, pero los apoyos internacionales, el poder de las mafias internas y la dispersión de las fuerzas democráticas la hacen difícil.
Quisiera poder expandir estas reflexiones, pero mi tiempo se acaba. Espero haber dejado claro que vivimos tiempos extraordinarios y que necesitamos acciones urgentes para evitar que esta Centroamérica se convierta, de nuevo como hace varias décadas, en el “hombre enfermo” de América Latina. Tenemos una gran responsabilidad entre manos y espero que estos pensamientos susciten una buena reflexión entre todos nosotros. Fueron pensados como un fusible y, si quedan rebatidos y refutados al final de la sesión, me daré por satisfecho.
Es que ando especialmente sombrío por estas fechas.